lunes, 29 de octubre de 2007

Temps d’esperança (anònima) (Huelva, 1945)

Narradora: Manoli Ruiz Rodrigo.

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Com totes les històries, aquesta n’amaga d’altres: la d’una nena abocada al món adult; la d’una jove separada del seu amor; la d’una dona que veu manipulada la seva vida per les convencions. Totes són la mateixa persona. La seva filla ens obre aquesta caixa d’intimitats, com ella diu, «quiero hablar sobre mi madre; ¿por qué ella?; primero, porque sin ella yo no estaría aquí, y segundo, porque ella me ha enseñado que, por mal que vayan las cosas, siempre hay un tiempo para la esperanza».

La historia de mi madre empieza el 8 de diciembre de 1945, en plena posguerra española. Mi madre fue un bebé enfermo desde que nació pero, desafiando el pronóstico de los médicos, sobrevivió a su temprana debilidad. Era la tercera de cinco hermanas y un hermano, y muy pronto, pese a su delicado estado de salud, aprendió las labores de la casa. Lavaba en el río, cuidaba de los animales, acarreaba leña... Mi abuela tuvo por entonces otra hija y al poco tiempo, otra más. Eran tiempos difíciles en los que negarse a los deseos del marido era algo casi impensable, y mucho menos quejarse de que éste te forzaba. Sólo cabía callar y aguantar. Pero hubo un momento en el que mi abuela no quiso soportarlo más. Cuando mi madre tenía sólo 8 años, mi abuela se marchó a Barcelona con las dos hijas mayores dejando a mi madre a cargo de una casa, un bar y dos criaturas, y poniendo punto y final a su infancia. Hoy en día mi madre se pregunta por qué sus manos no son lo que eran, o por qué le duelen tanto las piernas. Aún era una niña cuando fregaba, limpiaba, cocinaba o alimentaba y cuidaba de sus hermanas cuando éstas enfermaban, y todo ello sin conseguir entender qué era lo que había hecho mal para que su madre se fuera.

Al cabo de un tiempo, mi abuela volvió a casa, pero los papeles no cambiaron. Él, un hombre de los de antes, un señorito al que le gustaban todas las mujeres. Y ella, una esposa relegada a un segundo lugar con el deber de estar dispuesta para lo que él quisiera. Y en aquella repetida realidad llegó un nuevo bebé a la familia, un niño, algo que mi madre entendió como una oportunidad para que apareciera un poco de cariño entre sus padres. Pero mi abuela, en el fondo, no albergaba el más mínimo amor hacia aquel hombre. Se había casado con él por decisión de sus padres, para superar la pobreza que les acompañaba, ya que el hombre al que en realidad quería no podía cubrir esas expectativas. Así que la falta de ternura y de respeto que le profesaba su marido dificultaba aún más el entendimiento. Por lo que finalmente mi abuela decidió marcharse otra vez y mi madre volvió a quedarse sola, con dos niñas que crecían y que cada vez requerían más de ella, y con un nuevo hermano en los brazos.

Fue entonces cuando mi abuelo la envió a un convento para niñas huérfanas, separando a las hermanas y creando más incertidumbre en ella. La estancia allí fue dura. A pesar de que su padre enviaba paquetes y dinero periódicamente para el buen estado de la niña, ella nunca vio nada de eso. Limpiaba, rezaba e incluso salía a pedir limosna para las monjas. Así es como su padre la descubrió un día en Sevilla, por lo que decidió sacarla del convento y traerla de vuelta. Al poco tiempo, su madre regresó, pero esta vez con la clara idea de llevarse a todas sus hijas y a su hijo a Barcelona. Para aquella niña era quizá el peor momento para seguir a su madre. A parte de dejar allí a sus abuelos, su casa y su vida, tendría que abandonar también a su primer amor, lo más importante para ella en ese momento. Se trataba de un chico trabajador, sin recursos económicos, que después de la jornada laboral la ayudaba con las criaturas, las tareas del bar, de la casa y en todo lo que podía. Aquella situación duró hasta que definitivamente la familia decidió trasladarse a la capital catalana. Mi madre aún recuerda como aquel chico le decía «si tú quieres, nos casamos, pero dormimos separados. Yo no te toco, pero, ¡por Dios, no te vayas!». Pero la decisión estaba tomada.

Mi madre odiaba a la suya por hacerle eso, odiaba a su padre por consentirlo y odiaba aquel interminable viaje en tren en el que sólo podía pensar en él y en todo lo que dejaba atrás. La nueva vida no se le antojaba mejor y sus comienzos confirmaron esa sensación. Se mudaron a Vista Alegre, un barrio obrero de Mataró de finales de los 50. La idea de su madre era que si las dos hijas mayores trabajaban como minyones (sirvientas) y las demás en una fábrica, podría ganar lo suficiente para no depender de su marido. Pero éste pronto sucumbió a la tuberculosis y murió poco tiempo después. Mi madre trabajaba por entonces en una fábrica de telares y compartía cama con todas sus hermanas. Dos dormían en la cabecera y las otras dos a los pies del lecho. Ella soñaba con el día en el que podría volver a ver a su gran amor. Los únicos instantes en que era feliz eran los que dedicaba a las cartas que se escribían. Habían acordado que él la visitaría en Barcelona. Cuando llegó el día se arregló como nunca lo había hecho. Estaba llena de ilusión. Llegó al punto de encuentro y se dispuso a esperarle. Pero cuando se dio cuenta de que su espera era en vano se marchó con el corazón roto, deshecha por el dolor de no saber por qué no se había presentado. Pasaron los años y mi madre conoció a mi padre en un baile del velódromo de Mataró. Era un chico rubio de ojos azules y buen bailarín. Pronto se fijó en ella y se casaron tiempo después. A los nueve meses nací yo, a los tres años, mi hermano José, más tarde, David, y doce años más tarde, mi hermana Mireia.

Ahora, al cabo de tantos años, una de sus hermanas, poco antes de morir, le confesó que tenía que contarle algo que ella, mi abuela y el resto de hermanas habían hecho tiempo atrás, pero murió antes de poder contárselo. Mi madre, a través de una amiga del pueblo, supo que aquel chico había ido realmente a Barcelona, después de haber ahorrado trabajando todo el verano para costearse el billete, pero que cuando volvió al pueblo no era el mismo. Estaba triste, angustiado y arisco. Nunca supieron qué le había pasado en aquel viaje. A pesar de ello, hizo lo que para mi fue un verdadero gesto de amor: tiempo atrás, cuando mi madre aún vivía en el pueblo siempre le decía «mira, si no nos casamos, cásate con ella [otra chica del pueblo], que es muy buena chica, huérfana y muy trabajadora». Y lo hizo. Se casó con la mujer que su amor le había elegido.

Lo bonito de esta historia es que mi madre y él se prometieron que mientras existiera la luna, cada vez que uno de los dos la mirase el otro sabría que aún se querían. Cuando mi madre miraba la luna y se le escapaba una lágrima yo no conseguía saber qué le ocurría. Hasta que un día le confesé que, aún estando casada, amaba a otra persona con la que tengo la promesa de que mientras los dos miremos la luna, estaremos juntos. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que mi madre mantenía la misma promesa con alguien. Creo que desde que era una niña no me había abrazado así. Fue un abrazo intenso y profundo. Me llegó al alma. Y acto seguido me explicó toda esta historia. La historia de mi madre. Una mujer que no tuvo infancia. Una mujer a quien arrebataron el gran amor de su vida, pero que a pesar de ello no pierde la fe de ser feliz con el hombre que siempre ha amado. Porque la esperanza es lo último que se pierde.

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