sábado, 4 de octubre de 2008

El més llarg silenci: Pilar Artaso Laguarta (Hortilla Marracos, Saragossa, 1903-Barcelona)

Narradora: Maite Melich Artaso
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Tot és ple de grisos. En una guerra, els bons i els dolents són difícils de separar. Al cap i a la fi, cal tirar endavant i l’adaptació, la supervivència, sovint s’imposa per sobre de tot. Les línies que ara segueixen ens les ofereix una filla que destapa el silenci que durant tants anys va haver de viure la seva mare per pertànyer a una família d’esquerres, però treballar a una de dretes. Un silenci que, malgrat tot, no li va impedir actuar conseqüentment amb les persones que estimava i que creia que necessitaven el seu ajut.


Sin faltar a la verdad, me gustaría contaros una sencilla historia de una gran mujer, una de la que no supimos aprender cuando éramos jóvenes y de las muchas que hoy en día aún no sabemos valorar: mi madre, a la cual llamaré, como siempre lo he hecho, mamá.

Nació en Hortilla Marracos, un pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza. Su madre había muerto y su padre había desaparecido (en los intríngulis de la vida), dejando a todos los pequeños a cargo de los familiares. En esos tiempos, la casa de mi familia era una de las más importantes del pueblo, pero el labrado de sus tierras y huertas acarreaba una dura tarea que no podía llevarse a cabo sólo con el trabajo de los hermanos de mi madre. Sus pequeños brazos eran insuficientes, pero con el esfuerzo de sus abuelos pudieron sacar adelante la casa.

En medio de esta situación, mi mamá y su hermana mayor se trasladaron a Barcelona. Según me contaron, ella tenía sólo diez años y se puso a trabajar de niñera. Mi tía (su hermana) trabajaba como cocinera. La familia que les había contratado eran personas de alto rango y de economía más que solvente. Pero mi tía salió de la casa para casarse.

Corría el año 1916 y mi mamá tuvo la gran oportunidad de viajar a distintos sitios con los señoritos, como se les denominaba en aquella época. No fue ni la primera ni la última vez que iría a las Américas, siempre en transatlánticos de lujo. Los señoritos de mi mamá eran de aquellos que se denominaron los indianos, por sus diferentes plantaciones de algodón y café, o también de yuca, y porque habían hecho fortuna allí.

Pasó el tiempo y parecía que todo estaba en calma, pero los acontecimientos dieron un giro radical mientras ella estaba en Zaragoza. Estalló nuestro más terrible infierno, esa lacra social de la historia de un país, la Guerra Civil. En mi casa siempre fuimos republicanos, una marca política que se convirtió en nefasta: los «rojos». Pero mi madre no podía decirlo, su condición de niñera no se lo permitía, la hubieran proscrito. Siempre tuvo que callar su afiliación.

Mis tíos estaban en la parte más dura de la guerra y acabaron cayendo: uno en la batalla del Ebro, el otro en la de Belchite y el más pequeño en el Monte Gurugu, en Melilla. También le llegó la noticia a mi mamá de que el hermano que quedaba en el pueblo, la persona que se había ocupado de todo hasta entonces, estaba muerto. No acusemos a nadie de toda esta matanza, sólo a las circunstancias, a los tiempos duros y difíciles en que todos defendían sus tierras. Mi mamá estaba en Zaragoza cuando todo esto sucedió, a unos 70 km del pueblo donde ahora su hermano yacía muerto. En casa de los señoritos no podía hablar de ideologías ni injusticias, pero sí pudo pedir algunos días antes de viajar de nuevo a América. Los utilizó para ir hasta el pueblo con una caja para poder enterrar a su hermano. Aunque parezca increíble, se puso en marcha por la noche y durante dos días estuvo andando con la nieve llegándole a la cintura, sola, escondiéndose a ratos, con la caja en la cabeza o arrastrándola como podía. Todo para que su hermano tuviera un entierro digno.

Su trabajo de niñera la llevó de nuevo a Zaragoza y luego a Barcelona. Allí los señoritos querían partir deprisa y sacar todo lo que pudieran del país, ya que los «rojos» se lo iban a incautar todo. Los botones de los abrigos de las criaturas, que eran de oro, y un sinfín de piedras preciosas y perlas acabaron en el forro del abrigo de mi mamá. ¡Como era la niñera se suponía que no la cachearían! Era una situación muy difícil para ella... Viajaron de nuevo en transatlántico, rumbo a América, y estuvo unos nueve meses sin noticias de la guerra. Al regreso vieron los horrores que nuestra Barcelona estaba viviendo, aunque a ellos no les perjudicaba. Un buen estatus social, salud económica, una torre magnífica en la calle Muntaner que ocupaba una manzana entera y el servicio eran condiciones más que suficientes para «sobrevivir».

Fue en el sótano de esta mansión donde mamá tuvo escondidas durante tres meses a dos personas (¡un «rojo» y un sacerdote!) sin que nadie se diera cuenta. Por las noches y a escondidas los alimentaba, les ponía sacos de harina y patatas para tapar el lugar, les bajaba unos cubos para que pudieran hacer sus necesidades y también les lavaba la ropa. El sacerdote que mi mamá escondió era una persona maravillosa. Un sacerdote rebelde que con el tiempo fue el párroco de Poble Nou, atendiendo a muchas personas de diferentes ideologías. La otra persona, el «rojo», fue mi padre. Su historia también esconde unas cuantas tristezas. La familia de mi padre era de Figueres; allí tenían una masía y mis tíos, una farmacia. Siempre que pudieron ayudaron a muchas personas a exiliarse a Francia. Pero al final el horror pudo con todo y mataron a todos los hombres en la misma farmacia…, quedando las mujeres al mando del local mientras pudieron.

Pero volvamos a esos días de escondite. Cuando el sacerdote y mi padre ya no podían estar más en el sótano, tuvieron que ir hacia Francia. Mi madre les pudo sacar de la casa gracias a la ayuda del chofer de los señoritos. De madrugada, les proporcionó dinero y comida para el viaje, y se despidió pensando que nunca más volvería a verlos. Ella no se fue porque sentía que tenía un compromiso con los señoritos, habían sido como su familia, les debía agradecimiento.

Pero la suerte estuvo de su parte. Estando en una de las torres de la familia y ya terminada la guerra, necesitaban un artesano para restaurar unos estucos y pinturas del techo que se habían ido deteriorando; hacían falta unas manos expertas para rellenarlas con pan de oro y arreglar los capiteles de la torre del salón de baile. ¡Cuál sería su asombro cuando el artesano que llegó fue su «rojo»! Nunca comentaron con nadie lo ocurrido durante ese tiempo en el sótano, pero al cabo de tres meses se casaron. Y más sorpresas: esa persona maravillosa, ese sacerdote rebelde también estaba en Barcelona y fue quien ofició la boda.

Lo que mi mamá no sabía era que mi padre estaba buscado por el régimen franquista. Estaba fichado y eso le obligaba a entrar y salir constantemente del país, yendo y volviendo de Francia con nombres falsos. Amargas huidas, una aventura dura que siempre contaba con la protección del maravilloso párroco. Con el paso del tiempo, fue él quien me bautizó y casó.

En una de estas salidas, por muchas causas que los años me han confirmado, mi padre ya no regresó. Yo tenía tres años y mi hermano dos. Se comentaron muchas cosas y crecimos con muchas dudas. En ese momento no se podía analizar nada, Franco estaba por encima de todo el mundo: o aceptabas el régimen o te ponían a la sombra. Mi mamá trabajó veinticuatro horas al día, mis padrinos nos ayudaban a pagar el colegio y así podíamos ir tirando. En las famosas colas de racionamiento, nos dividíamos en dos grupos. Mi hermano y yo nos poníamos en una cola y mi madre en otra, para poder conseguir un poco más de alimento. Yo lo recuerdo muy vagamente, pero lo que sí vuelve a mi memoria con amargura es el frío de las seis de la mañana y el pan negro. Yo tenía cinco o seis años, mi mamá estaba de pie desde las cuatro de la mañana para conseguir comida y las vecinas le guardaban el turno para que nos pudiera vestir y llevar al colegio. Cuando conseguía recoger los garbanzos, las lentejas, las judías o lo que tocara, teníamos que limpiarlo de gusanos..., no era agradable.

Y todo con ese gran secreto que siempre estuvo en nuestras vidas, un secreto que compartíamos con ella, que siempre decía: «Nena, no hablemos de política, que nos hace mucho daño...». Decía que teníamos que luchar en silencio, que nosotros éramos sus pequeños y que estaba sola para tirar adelante. Pero el tiempo pasó; como ya he adelantado, el maravilloso párroco que me había bautizado me casó. Y mis padrinos son los hijos de los señoritos de esa familia que nunca supo nada de nuestra verdadera historia. Aún hoy no lo saben y pienso que quizás es mejor.

Las personas (muchas anónimas) que sufrieron la dictadura merecen mi memoria. Sus recuerdos siguen en mí con cariño y agradecimiento, sobre todo el de esas mujeres, heroínas que lucharon por sus ideas y creencias, que tuvieron que sufrir la marginación, que en muchos casos perdieron sus vidas y que se las machacó hasta morir por un régimen injusto, una dictadura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

he llegit la vostra historia,jo tambe vaig neixer en marracos,i coneixo algunes persones amb els vostres cognoms,que segu sou parents,hi ha una casa que es diu "casa laguarta" i tenen el cognom de artaso, salut paco